Contar historias a los niños es un hábito que nos ha sido legado nuestros padres y abuelos o a través de escenas de películas y series animadas, por eso, los cuentos largos para niños son beneficiosos para los pequeños, pero no siempre tenemos tiempo para compartir con ellos. Desde Frases.Top te invitamos a tomarte unos minutos para leer, aunque sea unas páginas, de los que hoy te compartimos. Al ser historias largas, tendrás la necesidad de seguir cada noche y con ello, construirás un hábito que los niños atesorarán durante mucho tiempo.
Cuentos Largos Clásicos para Niños
SIMBAD EL MARINO
Había una vez un hombre muy pobre llamado Simbad el Cargador, vivía en Bagdad y se ganaba la vida cargando pesados fardos para los mercaderes. Un día, agotado por el calor, decidió descansar de la gran carga que llevaba sobre si y tomó asiento a la sombra de una casa muy lujosa.
Desde las ventanas de esta enorme mansión escapaban el dulce aroma de los alimentos y las melodías más hermosas que alguna vez había escuchado. El joven no conocía esta parte de la ciudad, por lo que sintió mucha curiosidad, quería saber quién era el dueño de tan lujoso hogar.
Entonces vio un sirviente que se encontraba barriendo frente a la puerta, se acercó a él y le preguntó sobre el dueño de la casa. El sirviente respondió:
—Simbad el Marino, el viajero más famoso de todos
El joven se sorprendió, había escuchado hablar del gran Simbad el Marino, de sus riquezas y de sus maravillosas aventuras.
—¡Es rico! Definitivamente es tan feliz como yo soy infeliz —protestó a viva voz.
Sus quejas fueron escuchadas por Simbad el Marino, quien envió a uno de sus sirvientes a buscarlo y a otro a encargarse de la encomienda del joven. Simbad el Cargador no tenía excusa alguna y debió presentarse ante el hombre rico. Ingresó a la casa y se maravilló ante su decoración, mucho más fina y elegante que la de su exterior.
Simbad el Cargador encontró a Simbad el Marino sentado a la cabecera de una mesa, rodeado de personas. Era un hombre anciano, pero sonreía con amabilidad. Ofreció al joven algo de comida y le preguntó su nombre y su profesión:
—Mi nombre, gran señor, es Simbad el Cargador, solo soy un pobre mandadero.
—Simbad el Cargador, escuché tus quejas y envié a mis sirvientes a buscarte para confesarte que yo adquirí todas mis riquezas luego de sufrir grandes desventuras y haber superado peligros imposibles de imaginar. Mis penas fueron tan grandes que ni siquiera la promesa de todo el oro del mundo animaría a cualquier aventurero a enfrentarlas. Si quieres, te las contaré.
La idea de escuchar la historia de Simbad el Marino fue bien recibida por los invitados, así que se repantigaron en sus cojines y se dispusieron a escuchar las historias de este mítico personaje. Cuando todos estuvieron listos, Simbad empezó su relato.
El Primer Viaje
Mi padre murió cuando yo era un muchacho y me legó una gran fortuna. Como no tenía a nadie que cuidara de mí, empecé a gastar el dinero sin control alguno. Malgasté mi tiempo y mis riquezas y dañé mi salud. Cuando caí enfermo mis amigos de fiesta me abandonaron y en la soledad de mis aposentos tuve la oportunidad de meditar sobre mis errores. Cuando recuperé la salud, junté el poco dinero que me quedaba, compré mercancía, un pequeño barco, contraté tripulantes y me embarqué en el puerto de Basora.
Durante el viaje visitamos numerosas islas, conocimos muchas personas diferentes y tuvimos oportunidad de comerciar e intercambiar productos y mercancías. Un día nos detuvimos ante una isla muy pequeña y muy bonita. Los árboles que tenía brindaban una sombra deliciosa, así que desembarcamos y decidimos almorzar en ella
Entonces, cuando encendimos la fogata para preparar los alimentos, la isla empezó a moverse y quienes se quedaron en el barco empezaron a gritar. Tarde nos dimos cuenta que no era una isla, sino el lomo de una gigantesca ballena. Había dormido durante tanto tiempo que los árboles y la arena se habían acumulado en su lomo.
Algunos lograron llegar a nado hasta el barco, pero antes que yo pudiera saltar, el animal se sumergió en el océano y solo pude sujetarme de la tabla de madera que usábamos como mesa. Sobre ella vi como mi barco se alejaba a toda prisa. Traté de alcanzarlos, pero fui arrastrado por la corriente. Al caer la tarde, estalló una tormenta y terminé a la deriva durante dos días. Por suerte, al amanecer del tercer día, una ola me arrojó hacia una isla pequeña y pintoresca.
En sus tierras encontré agua fresca y frutas, comí y bebí hasta saciarme y encontré una cueva, allí dormí durante muchas horas. Al despertar me dispuse a investigar mis alrededores y no encontré ni una persona, solo había muchísimos caballos pastando juntos en las praderas. Cuando cayó la noche comí algo de fruta y subí a un árbol para dormir.
A la medianoche escuché el sonido de trompetas y tambores, no cesaron hasta el amanecer, pero nadie parecía tocarlos, pues al amanecer la isla seguía como antes, habitada solo por caballos salvajes. Miré a mi alrededor, pero no había tierras cercanas y en la playa peligrosos escorpiones y serpientes se deslizaban en la arena, por suerte, eran asustadizos y corrían al escuchar algún ruido. No pude evitar darme por perdido.
Al caer la noche volví a mi árbol y de nuevo escuché el sonido de los tambores y las trompetas ¡pero no había nadie! Solo al tercer día tuve la alegría de encontrarme con un grupo de hombres que montaban a caballo. Al verme, se sorprendieron y descabalgaron y luego de contarles la historia, me explicaron quienes eran:
—Somos los caballerizos del Sultán Mihraj —dijeron—. Esta isla pertenece al genio Delial, quien la visita todas las noches para tocar sus tambores y trompetas. El genio dio permiso al Sultán para que amaestrara a los caballos de la isla. Esa es nuestra labor, cada seis meses venimos a la isla y elegimos algunos caballos para el Sultán.
Los caballerizos me llevaron ante el Sultán y él me dio refugio en su palacio. Le gustaba que le contara historias sobre las costumbres y vidas de las personas que vivían en otras tierras, así que pronto me convertí en su inquilino favorito.
Un día vi a sus hombres cargar un barco en el puerto y noté que la mercancía era mía. Me dirigí al capitán del barco:
—Capitán, yo soy Simbad. Esa es mi mercancía.
El hombre siguió caminando y respondió:
—Por supuesto, esta mercancía pertenece a Simbad, pero la tripulación y yo lo vimos ser tragado por el mar hace mucho tiempo.
Por suerte el resto de los tripulantes me reconocieron y luego de felicitarme por mi gran suerte, el capitán me regresó la mercancía.
De entre mis objetos de valor encontré un regalo digno para el Sultán, este lo recibió de buen grado y me recompensó con muchísimas monedas de oro. Compre mercancía en la isla y regresamos a Basora. En el puerto vendí el barco y la mercancía, hice una gran fortuna y pese a mi experiencia anterior, volví a caer en los vicios de la comodidad, los juegos y la vida fácil.
Simbad el Marino interrumpió su relato y entregó a Simbad el Cargador un centenar de monedas de oro.
—Te daré más si regresas al día siguiente para escuchar las aventuras de mi segundo viaje.
El joven recibió las monedas de buen grado, compró carne y ropa, cenó espléndidamente en su humilde hogar y regresó a la mansión de Simbad para escuchar sus historias.
El marino recibió al joven de buen grado y continuó con sus historias:
El Segundo Viaje
Muy pronto me cansé de vivir en paz en Basora, por lo que compré más mercancía, un nuevo barco y me hice al mar con otros comerciantes. Visitamos varios puertos y desembarcamos un día en una isla solitaria. Había bebido y comido en grandes cantidades, así que busqué un buen lugar para descansar y me quedé dormido.
Cuando desperté descubrí que mis amigos habían abandonado la isla y que mi barco se había marchado. Me sentí abrumado y aterrado, pero conforme pasó el tiempo acepté mi destino y perdí el miedo.
Subí a un árbol y en la distancia encontré una figura voluminosa y blanca. Bajé del árbol y corrí hacia el objeto. Cuando estuve cerca descubrí que era una bola de un metro y cuarto de diámetro, suave como la seda y sin ningún tipo de abertura.
Era casi el atardecer cuando el cielo se oscureció, miré hacia el cielo y me encontré con un pájaro gigantesco que avanzaba hacia mí. Recordé que había escuchado historias sobre un ave llamada Roc, un animal tan grande que podía atrapar elefantes pequeños.
Me di cuenta que el gran objeto blanco era el huevo de Roc. Me escondí detrás del huevo de tal forma que una de las patas del ave quedó junto a mi. Sus dedos eran tan gruesos como el tronco de un árbol, por lo que me até a ella con la tela de mi turbante. Al amanecer el pájaro echó a volar y me sacó de la isla. Voló tan alto que no podía ver la tierra y descendió a tal velocidad que me desmayé. Cuando desperté me encontré en tierra firme, Roc daba buena cuenta de una serpiente gigantesca así que aproveché la oportunidad para desatar el turbante y escapar.
Corrí hasta llegar a un valle profundo, sus paredes eran muy escarpadas para ser escaladas, estaba atrapado. En mi desesperación casi pasé por alto que el valle estaba cubierto de diamantes de gran tamaño y hermosura. Justo cuando me incliné a tomar alguno, descubrí algo horrible: Había agujeros en la tierra y en ellos acechaban serpientes gigantes.
Al caer la noche me escondí en una cueva y cerré su entrada con rocas, pero los silbidos de las serpientes me mantuvieron despierto. Cuando amaneció las serpientes regresaron a sus agujeros y yo salí de la cueva. Caminé muchos kilómetros para alejarme de aquel nido de serpientes y por fin pude dormir.
Desperté porque un enorme trozo de carne cayó sobre mí. Observé que caían muchos más y recordé que los comerciantes arrojaban carne al Valle de los Diamantes para que las águilas la recogieran y así poder atrapar los pocos diamantes que se quedaban pegados a la carne.
Me apresuré a llenar una bolsa con diamantes y até a mi cintura un trozo de carne. En pocos minutos un águila me atrapó y me llevó hasta su nido. Los comerciantes la seguían de cerca, la asustaron y se sorprendieron al verme atado a la carne. Fui rescatado y les mostré mis diamantes:
—Nunca habíamos visto diamantes tan hermosos y grandes como los tuyos —dijeron los mercaderes.
Junté mis diamantes con los suyos, abandonamos el lugar y nos dirigimos al puerto. Allí tomamos un barco hacia Roha, una isla cercana. En el bazar vendí mis diamantes, compré mercancía, regresé a Basora y luego me dirigí a Bagdad, donde viví como un hombre rico gracias a las ganancias de mi viaje.
Finalizada la historia, el viejo Simbad entregó al cargador 100 monedas más y le pidió que regresara al día siguiente. Siempre puntual, Simbad el Cargador regresó para escuchar la nueva historia.
El Tercer Viaje
Como no me agradaba vivir en tanta paz, decidí embarcarme en un tercer viaje. Compré mercancías de Egipto, compré un nuevo barco en Basora y me hice a la mar. Luego de algunas semanas de viaje enfrentamos una terrible tormenta que nos obligó a echar el ancla en una isla que provocaba miedo al capitán.
—Esta isla y las demás están habitadas por feroces enanos peludos, si nos quedamos demasiado tiempo nos atacarán —explicó.
Antes que terminara de explicarse escuchamos pequeños pasos y descubrimos que una gran cantidad de esos enanos salvajes, de unos sesenta centímetros de alto, habían abordado nuestro barco. Su ataque fue tan sorpresivo que no pudimos detenernos, pronto derribaron las velas, cortaron los cabos, llevaron el barco a tierra y nos obligaron a ir al centro de la isla.
En aquel lugar se alzaba un edificio, un palacio increíble con una gran puerta de ébano que debimos empujar para abrir. Exploramos sus salas y habitaciones y encontramos huesos humanos y restos de asados.
En ese momento apareció un gigante de color negro y un solo ojo, rojo como las brasas, en su frente. Sus dientes eran afilados y sus uñas grandes y feroces como las garras de un pájaro. Me atrapó y me examinó, como vio que solo era piel y huesos me dejó en el suelo y atrapó al capitán, quien era el más gordo de todos.
Lo devoró ante nosotros y se marchó. Aprovechamos la soledad para urdir un plan, construiríamos botes en la playa y huiríamos antes del anochecer. Así lo hicimos, pero como no contábamos con herramientas tardamos demasiado y pronto la noche cayó de nuevo, el gigante nos atrapó en su palacio, devoró a otro marinero y se echó a dormir.
Estábamos tan desesperados que tomamos los atizadores, los calentamos al rojo vivo en el fuego y los clavamos a la vez en el ojo del gigante. Este dio un gran alarido y huyó del palacio. Aprovechamos nuestra ventaja para continuar trabajando en los botes. Al amanecer izamos las velas y nos dispusimos a huir.
Fue entonces cuando divisamos al gigante ciego, venía acompañado de otros dos, quienes al ver que escapábamos corrieron al mar y empezaron a arrojarnos rocas con mucha fuerza. Tal fue su ataque que hundieron todos los botes menos el mío. Solo sobrevivimos tres, remamos todo el día para alejarnos de los gigantes.
Permanecimos dos días en el mar, pronto encontramos una isla muy bonita en la cual descansar de nuestra aventura. Comimos frutas y nos acostamos a dormir.
Despertamos al escuchar el espantoso silbido de una serpiente. Uno de mis compañeros fue devorado. Corrí a toda prisa y subí hasta las ramas más altas de un árbol, mi otro compañero no tuvo tanta suerte, no alcanzó las ramas más altas y la serpiente lo atrapó. Luego de engullirlo, bajó del árbol y se alejó.
Esperé hasta el día siguiente y reuní zarzas y espinos. Cubrí el tronco del árbol y el suelo a su alrededor con estas plantas. Busqué refugio en las ramas altas, desde donde observé como la serpiente trataba de acercarse, pero era repelida por las espinas. Al llegar el amanecer, se dio por vencida y se alejó.
El sol del día me acaloró y ya pensaba arrojarme al mar cuando divisé un barco. Con mi turbante hice na bandera y la agité hasta ser visto por los marineros. Fui rescatado y conté mi historia.
El capitán fue muy amable y me dijo que había algunas mercancías que pertenecían a un comerciante que habían dejado abandonado en una isla sin querer y que ahora debía de estar muerto. Me dijo que si lograba venderlas parte del dinero sería mío.
—Pero Capitán, soy Simbad, el hombre que abandonaron en la isla, a quien creían perdido y muerto —expliqué al reconocer mis mercancías.
—¡Que alegría! Entonces esas mercancías son tuyas. Bienvenido a bordo, Simbad.
Continué mi viaje junto a ellos, vendí mi mercancía, hice una gran fortuna y regresé a Bagdad. En mi ciudad repartí parte de mi fortuna entre los huérfanos y las viudas, quería que disfrutaran de los alimentos y olvidaran sus penas como acción de gracias a Dios por preservar mi vida.
Al finalizar el relato, Simbad el Marino entregó otras 100 monedas a Simbad el Cargador y este prometió regresar al día siguiente para disfrutar de otra historia:
El Cuarto Viaje
Creerás que luego de tan terribles aventuras mi afición de viajar por países extraños habría terminado, pero no fue así. Pronto deseé viajar de nuevo, estaba aburrido de los placeres del hogar y la ciudad, por lo que puse todo en orden y marché a Persia. En ese lugar compré mercancía, cargué un barco y me hice a la mar por cuarta vez.
Zarpamos y cuando nos encontrábamos en altamar chocamos contra una roca. El barco naufragó y perdimos el cargamento. La corriente me arrastró junto a otros viajeros hacia una isla habitada por tribus de negros salvajes.
Ellos nos condujeron a sus chozas y nos ofrecieron hierbas para comer. Mis compañeros estaban hambrientos y las aceptaron de buena gana, yo me sentía muy enfermo, así que las rechacé.
Pronto descubrí que aquellas hierbas tenían un extraño efecto, hacían perder la razón a mis amigos, los locales la llamaban “la mata que mata”. Luego, los negros nos ofrecieron arroz mezclado con aceite de coco, mis amigos aceptaron y comieron en gran cantidad sin saber que este era el relleno más apreciado por los caníbales. Pronto los mataron y asaron, yo salvé la vida porque estaba demasiado enfermo y no deseaban comerme en ese estado.
Los caníbales me dejaron al cuidado de un anciano, recuperé la salud muy pronto y antes que lo notaran y me devoraran, escapé. Corrí en dirección contraria a la aldea de los negros y no me detuve hasta el anochecer del día siguiente. Caminé durante siete días y encontré la playa, allí divisé un asentamiento de personas blancas.
Conté la historia de mi naufragio y de mi escape de la tribu de caníbales. Me trataron con amabilidad y me presentaron a su rey, quien fue amable y generoso conmigo.
Un día vi que el rey y sus nobles iban de caza en caballos sin riendas ni sillas de montar, al parecer nunca habían escuchado hablar de tales artilugios. Con la ayuda de los artesanos hice unas bridas y una montura para el rey, este quedó tan maravillado que subió al caballo y cabalgó durante todo el día. Pronto todos los nobles me pidieron sillas, riendas y bridas y me dieron costosos regalos a cambio, en unos días pasé de vivir de la solidaridad del rey a ser muy rico.
Había ganado el favor del rey, por lo que me ofreció la mano de una mujer noble de su nación en matrimonio. No pude rehusar su petición y pronto me casé con una joven rica, hermosa y muy amable. Vivimos felices en su palacio durante mucho tiempo.
Durante ese tiempo hice amistad con un noble, lo consideraba un gran amigo. Un día me enteré de la muerte de su esposa y corrí a darle mi pésame. Nos quedamos a solas y parecía muy angustiado, le hablé sobre lo inútil de su pena y que era necesario que se recuperara, pues tenía mucha vida por delante.
—No lo sabes ¿verdad? En esta tierra es costumbre que el marido sea enterrado vivo con su esposa muerta. En una hora moriré.
Temblé de miedo al escuchar tal explicación, pero me quedé a su lado. Durante aquella hora vistieron a su mujer con las joyas y trajes más costosos, la colocaron en un ataúd y la condujeron hacia su última morada.
Seguí a mi amigo y al cortejo fúnebre hasta la cumbre de una gigantesca montaña, allí los asistentes removieron una gran roca que cubría un pozo profundo. Bajaron el ataúd de la mujer. El marido se despidió de todos sus amigos y fue colocado en otro féretro con un cántaro de agua y siete panes. Su ataúd fue deslizado al fondo del pozo, luego, colocaron la gran roca en su lugar y todos retornamos a nuestros hogares.
Tal escena marcó mi mente y cuando mi esposa cayó enferma y murió el rey la corte dictaminaron que debía seguir la costumbre local. Oculté mi miedo durante todo el cortejo, pero cuando fue mi turno de acostarme en mi féretro, me arroje a los pies del rey y le pedí que perdonara mi vida.
Fue inútil, me obligaron a entrar al féretro, me dieron el cántaro con agua y los panes y me depositaron junto a mi esposa en el fondo del pozo. Nadie prestó atención a mis gritos y alaridos. Con el tiempo recuperé la calma y sobreviví durante días con el pan y el agua que me habían dejado.
Cuando mis provisiones se acabaron caminé de un extremo a otro de la cueva y me acosté para morir.
Me encontraba deseando que la muerte llegara pronto cuando escuché un sonido muy curioso: pasos y jadeos. Me levanté de golpe y aquella criatura jadeó aún más y sus pasos se alejaron de mí. Si aquella criatura podía escapar y entrar a la cueva significaba que había una salida. La perseguí y encontré nuevos caminos en la cueva, avancé hasta encontrar una luz débil al final. Persistí en mi avance y encontré un agujero lo suficientemente ancho como para escapar.
Encontré la playa a un par de pasos. Descubrí entonces que la criatura que había perseguido era un monstruo marino que entraba a la cueva y consumía los cadáveres. Evalué mi entorno, la montaña me mantenía a salvo de los habitantes de la ciudad, así que dediqué el tiempo a pescar algunos mariscos y recuperar las fuerzas.
Regresé a la cueva y reuní todas las joyas que se acumulaban en ella, una vez me hice con todas las que podía cargar, las llevé conmigo hasta la playa, allí permanecí a la espera de algún barco. Después de unos días un velero cruzó mi camino, le hice señas y me llevaron a bordo.
Mentí y aseguré que era un mercader naufrago, pues el capitán era del reino del cual había escapado. Fui aceptado y viajamos entre varias islas, al llegar al puerto de Kela encontré un barco que se dirigía a Basora. Pagué al capitán con algunas joyas y regresé a casa, ahora era más rico que antes, pero había sobrevivido a una experiencia terrible.
Simbad el marino entregó al cargador las 100 monedas acostumbradas y dio por finalizada la historia del día.
El Quinto Viaje
Permanecí un tiempo en Bagdad y olvidé los peligros que enfrenté en mis viajes, así que construí un nuevo barco, lo cargué de mercancías y junto a otros comerciantes, regresé al mar.
Nos extraviamos debido a una tormenta y desembarcamos en una isla para buscar agua. En ella encontramos un huevo de pájaro Roc. Mis compañeros tenían hambre e hicieron oídos sordos de mis consejos. Lo rompieron con sus hachas, extrajeron al polluelo y lo cocinaron.
No habían terminado de consumirlo cuando dos enormes pájaros se acercaron a nosotros. Corrimos al barco y levamos el ancla. No habíamos avanzado mucho cuando una de las aves dejó caer una piedra enorme en el mar, justo junto al barco. La otra arrojó una piedra similar que cayó en medio de la cubierta. Como era de esperar, nuestro barco se hundió.
Me sujeté a un trozo de madera y me dejé llevar por la corriente y la marea, fue así como llegué a una isla con una orilla escarpada. Bordeé los acantilados y encontré tierra. Consumí fruta y agua y recuperé las fuerzas.
Exploré aquella isla y solo me topé con un débil anciano que descansaba en la ribera del río.
—Buen hombre, ¿cómo has llegado hasta aquí? —pregunté.
El hombre solo me respondió con señas. Me indicó que lo trasladara al otro lado del arroyo para comer frutas. Lo cargué en mi espalda y le ayudé a cruzar. Al llegar al otro lado no bajó, sino que apretó sus brazos con tanta fuerza alrededor de mi garganta que temí por mi vida.
Asustado y lleno de dolor, me desmayé. Cuando recuperé la conciencia aún seguía en mi espalda. Me obligó a levantarme y a cargar con él mientras recogía fruta de los árboles. Sufrí este suplicio durante muchos días. El anciano nunca se bajaba de mi espalda y no podía escapar.
Un día encontré una calabaza, la limpié y exprimí en su interior el jugo de varias uvas. Dejé que fermentara durante varios días hasta obtener un vino delicioso. Bebí de él para olvidar mis sufrimientos y empecé a cantar. El anciano al verme tan feliz me obligó a darle de beber. Como el sabor del vino le gustó bebió hasta perder el sentido y cayó de mis hombros con tan mala suerte que rodó hasta caer al fondo de un precipicio.
Corrí a la playa y encontré la tripulación de un barco. Me explicaron que habían estado bajo el poder del Viejo del Mar y que era el primero que lograba escapar de su poder. Embarcamos y navegamos juntos. Al llegar a una isla el capitán me presentó con un grupo de personas cuya labor era recolectar cocos.
Nos enseñaron a arrojar piedras a los monos que estaban en la cima de los cocoteros. Los animales nos respondían arrojándonos cocos desde las altas copas de los árboles. Una vez que recolectamos una gran cantidad la llevamos con nosotros y regresamos a tierra firme.
Vendí los cocos y logré reunir el dinero suficiente para regresar a mi hogar.
Tal y como había ocurrido en los días anteriores, Simbad el Marino dio una bolsa con cien monedas al cargador a cambio de la promesa de regresar a escuchar otra de sus historias. El joven así lo prometió.
El Sexto Viaje
Descansé durante un año y estuve preparado para viajar de nuevo. Esta nueva travesía resultó larga y llena de peligros. El piloto perdió el rumbo y aseguró que nos dirigíamos a unas peligrosas rocas que nos harían naufragar. No pudimos evitar el impacto y naufragamos, por suerte logramos recuperar algunos alimentos y las mercancías.
La corriente nos arrastró hasta una playa que se encontraba al pie de una montaña tan escarpada que era imposible de escalar.
—Ahora —dijo el capitán—, cada hombre puede empezar a cavar su tumba. Jamás saldremos de aquí.
Conforme se acabaron los alimentos, vi morir a cada uno de mis compañeros. En aquella playa de muerte había una terrible cueva que habíamos evitado, en su interior penetraba un río y yo ya había perdido toda esperanza, así que decidí seguir el río y ver hasta donde me llevaba.
Construí una balsa y la cargué con todas las mercancías, incluí algunos cristales de roca que abundaban en aquella playa. Subí a la balsa y me dejé arrastrar por la corriente. En un instante desapareció por completo la luz y así permanecí durante muchos días. Fui vencido por el agotamiento, caí profundamente dormido.
Al despertar, me encontré en un país hermoso. Mi balsa estaba atada a la orilla del río y me encontré rodeado por negros que me dijeron que me habían encontrado en el río cuando buscaban agua para regar sus tierras.
Me ofrecieron alimento y escucharon mi historia. Al terminar, me llevaron ante su rey junto a mis mercancías.
Su rey vivía en una ciudad llamada Senderib, un lugar hermoso. Escuchó mi historia, estuvo tan encantado con ella que ordenó que fuera escrita en letras de oro. Regalé al rey los trozos más hermosos de cristal de roca y le pedí que me ayudara a regresar a mi país, lo que aceptó de inmediato.
Me entregó una carta y unos regalos dirigidos al príncipe de mi ciudad, el califa Harún ar-Rashid.
Los regalos eran una copa de rubí cubierta de perlas, la piel de una serpiente que resplandecía como el oro y podía curar cualquier enfermedad, madera de alcanfor y aloe y una esclava de gran belleza.
Regresé a Bagdad y le entregué los regalos al califa, quien los recibió encantado y a cambio me otorgó una gran recompensa.
—Mañana te contaré sobre mi último viaje —prometió Simbad el marino al joven cargador mientras le entregaba las cien monedas de aquel día.
—Vendré, señor —aseguró el joven, quien ya había acumulado una pequeña fortuna.
El Séptimo y Último Viaje
Mi corazón se mantenía inquieto, así que zarpe una vez más. Mi barco naufragó y me encontré en una isla desolada. Solo había un río, así que construí una balsa y navegué llevado por la corriente hasta llegar a una gran ciudad.
Allí conocí al jefe mercader, quien, emocionado por mis historias y mis habilidades para comerciar, me entregó a su hija en matrimonio, me nombró su heredero y me hizo prometer que no abandonaría sus tierras hasta que la muerte lo llamase.
Con el tiempo el feje mercader murió y heredé su fortuna. No quería marcharme, así que me convertí en el nuevo jefe mercader y fui feliz junto a mi esposa hasta que descubrí que todas las primaveras los habitantes de esta isla se convertían en aves. No me daban miedo, yo deseaba volar, así que subí a lomos de una y disfruté tanto del vuelo que no pude evitar exclamar:
—¡Alabado sea Alá!
No había terminado mis palabras cuando una gran lluvia de fuego cayó sobre las aves y consumió a muchas de ellas. El hombre-ave que me llevaba se enojó conmigo y me dejó en la cima de una montaña.
En su cima encontré a dos jóvenes que me aseguraron ser seguidores de Dios y me entregaron un bastón de oro para que bajara la montaña. Emprendí el camino y pronto me topé con una gigantesca serpiente que devoraba a uno de los hombres alados. Corrí en su auxilio y a cambio me explicó que el nombre de Alá provocaba aquel feroz ataque sobre ellos y por eso no lo mencionaban. Prometí no volver a mencionar a Dios si me regresaba a casa y así lo hizo.
—Los hombres-ave son demonios, por eso Alá los castiga. Debemos irnos, esposo mío —dijo mi esposa.
—¿Tu padre y tú no son hombres-ave?
—No lo somos, él y yo somos diferentes y alabamos a Alá.
Fue así como terminé vendiendo todas mis propiedades, salvo algunas mercancías, tomé a mi esposa y abandonamos aquella ciudad. Nuestro viaje fue tranquilo, llegamos a Bagdad y nos instalamos en mi casa para disfrutar de la tranquilidad y el oro en nuestra vejez.
Pese a mi firme decisión, un día, el califa Harún ar-Rashid me llamó y pidió que le enviara un obsequio al rey de Senderib.
Debido a mi edad y a todos los riesgos que había pasado en mi juventud, traté de evitar el encargo del califa. Le expliqué los peligros que había corrido en mis otros viajes, pero no pude convencerlo y pronto tuve que embarcar.
Llegué a la ciudad de Senderib y solicité una audiencia con el rey. Me llevaron al palacio y entregué al monarca los obsequios del califa y la carta. Los regalos consistían en una hermosa cama de terciopelo rojo, miles de monedas de oro, caballos pura sangre árabes, cien trajes de finas telas bordadas de Alejandría, Kufa y Bagdad, una vasija de coral y otras obras de arte hermosas y valiosas. El rey quedó complacido con el regalo y expresó que valoraba muchos mis servicios, así que al despedirme me entregó hermosos regalos.
Al hacernos al mar fuimos atacados por unos piratas, se apoderaron de nuestro barco y nos llevaron como esclavos.
Llegamos a una ciudad lejana y fui vendido a un mercader. Al descubrir que era hábil con el arco y la flecha me obligó a subir a un elefante y me llevó a la selva. Allí me ordenó que subiera a un árbol alto y que esperara a las manadas de elefantes. Debía disparar y matar o herir alguno, si lo lograba debía correr a la ciudad y avisarle. Así podríamos extraer los colmillos y venderlos.
Realicé el trabajo con tanta diligencia que un día la manada de elefantes se dirigió hacia el árbol donde me escondía y lo sacudieron. Uno de ellos tomó el tronco con su trompa y arrancó el árbol de raíz. Caí junto al árbol y el elefante me sujetó con su trompa, pensé que moriría, pero solo me subió a su lomo y me llevó a un sitio desconocido, allí me depositó en el suelo y me dejó solo.
Observé el lugar y me di cuenta que me encontraba en una colina formada por huesos y colmillos de elefantes. Era su cementerio. Corrí a la ciudad y di la noticia a mi amo, quien pensó que había muerto al ver el árbol derribado y mi arco y mis flechas desparramadas junto a la copa.
Le expliqué lo que había ocurrido y lo llevé al cementerio de elefantes. Cargamos nuestro elefante con todos los colmillos que pudimos y regresamos al pueblo.
—has hecho un muy buen trabajo, Simbad. Gracias a ti, no solo yo soy rico, sino que todas las personas en esta ciudad lo serán. Te doy tu libertad.
Y así, el comerciante de marfil me regaló un barco y lo cargó de regalos. Los demás comerciantes de la ciudad también me otorgaron valiosos regalos y me enviaron de regreso a mi ciudad.
Llegué a Basora y desembarqué todo el marfil que me habían regalado, lo vendí por muy buen precio e inicié un viaje con varios mercaderes hasta Bagdad, al llegar fui a ver al califa y le informé de mis aventuras. Quedó tan maravillado con mi historia que ordenó que fuera escrita en letras de oro y resguardada en su palacio.
Simbad el Marino terminó su historia y dirigió una mirada satisfecha al joven cargador.
—Ahora que he terminado de contarte mis aventuras, te pregunto, ¿no es justo que después de todo el sufrimiento pueda disfrutar de una vida llena de paz y riquezas?
Simbad el Cargador, fiel a sus costumbres, besó la mano del marino y dijo:
—Ahora pienso igual, señor, usted merece todas las riquezas y comodidades de las que disfruta. ¡Que Dios le otorgue una larga vida!
Simbad el Marino obsequió al joven con ricos presentes, le indicó que dejara su trabajo como cargador y que invirtiera muy bien el dinero en mercancías y negocios. También le indicó que le visitara todas las tardes para cenar con él.
EL GIGANTE EGOÍSTA
Todas las tardes, al salir de la escuela, un grupo de niños se había acostumbrado a jugar en un jardín que pertenecía a un gigante. Era un lugar hermoso y amplio, con suave césped de color verde, flores hermosas y brillantes como estrellas y melocotoneros que en primavera se cubrían de flores y en otoño ofrecían sus deliciosos frutos. En las ramas de los árboles se posaban hermosos pajaritos de canto tan delicado que los niños dejaban de jugar solo para disfrutar sus trinos.
—¡Este lugar es maravilloso! —gritaban.
Pero un día el gigante regresó a su jardín. No había estado presente porque había ido a visitar a un querido amigo, el ogro de Cornualles, y había permanecido en sus tierras por siete años para hablar con él. Al llegar a su hogar lo primero que vio fue a los niños jugando en su preciado jardín.
—¿Qué hacen aquí? ¡Fuera mocosos gamberros! —rugió con furia. Los niños huyeron aterrados.
—Este es mi jardín y solo yo puedo jugar en él —dijo a viva voz.
Para asegurarse que los niños no regresaran construyó un gran muro a su alrededor y puso un cartel que rezaba:
“Prohibida la entrada.
Los transgresores serán
Denunciados ante la justicia.”
El gigante era muy egoísta.
Los niños ya no tenían donde jugar, en la carretera era peligroso, había coches, piedras afiladas y mucho polvo. Se acostumbraron a vagar al terminar la escuela y descansaban cerca del muro recordando el paraíso que se encontraba al otro lado.
—¡Éramos muy felices en ese jardín!
Entonces regresó la primavera y en todo el lugar florecieron las plantas y los parajitos regresaron para cantar, pero ¡qué curioso! En el jardín del gigante el invierno continuaba.
Los pájaros no querían cantar si no tenían a nadie que los escuchara y los árboles no florecían porque nadie apreciaba su belleza. Solo una pequeña flor se alzó sobre el césped, pero al ver el cartel se entristeció tanto que regresó a dormir. Solo la Nieve y el Hielo estaban felices en el jardín.
—¡La primavera no tocó este jardín! —celebraron—. Viviremos aquí el resto del año.
La Nieve cubrió el césped y el Hielo congeló el tronco de los árboles. Como se sentían solos, invitaron a su amigo el viento del Norte a divertirse con ellos y el Viento aceptó.
Entonces el Viento llegó aullando por todo el jardín, levantando grandes remolinos de nieve y haciendo retumbar el techo y las ventanas de la casa del gigante.
—Es un buen lugar para vivir —dijo—. Invitaré al Granizo.
Y el granizo llegó y todos los días dejaba caer grandes bolas de hielo sobre el tejado del gigante hasta romper todas las tejas.
—¿Qué le ocurre a la primavera? —se preguntó el gigante mientras miraba su preciado jardín todo congelado y blanco—. Debería llegar pronto.
Pero el tiempo pasó y la primavera no llegó, ni siquiera el verano o el otoño. El gigante no pudo disfrutar del calor ni de los melocotones.
—La primavera es egoísta conmigo —se dijo el gigante.
Y así el invierno continuó reinando en casa del gigante hasta que un día escuchó una hermosa música. Era tan bella que parecía obra de magia, pero solo era un jilguero que cantaba en su ventana. El gigante había olvidado el canto de los pájaros ante el invierno eterno que había dominado su jardín. Fue entonces que un delicado perfume llegó hasta él y notó por primera vez que ni el Hielo, ni la Nieve, el Viento o el Granizo continuaban en su jardín.
—¿Llegó la primavera? —inquirió y sacó la cabeza por la ventana.
Vio un hermoso espectáculo. El muro había caído en un lugar y los niños habían entrado en el jardín. Jugaban entre los árboles, corrían en el césped y escuchaban a los pajaritos. Los árboles y el césped estaban tan felices que se cubrieron de flores, los pajaritos se sentían apreciados, así que entonaban hermosas melodías.
Solo en una esquina del jardín era invierno. Había un árbol cubierto de hielo que estiraba sus ramas hacia un niño que lloraba desesperado. Era tan pequeño que no podía subir a sus ramas. El gigante salió a ayudarlo y sin querer, asustó a los demás niños. El invierno regresó entonces al jardín.
El niño pequeño no vio al gigante y, por lo tanto, no huyó con los demás. El gigante lo sostuvo con sus manos y lo ayudó a subir al árbol. De inmediato, el árbol se cubrió de hojas y hermosas flores.
—Gracias —dijo el niño, quien abrazó y besó al gigante. El corazón del gigante se llenó de calidez.
—He sido muy egoísta, por eso no llegaba la primavera a mi jardín —dijo—. Voy a derribar ese horrible muro para que todos los niños vengan a jugar.
Así lo hizo y los niños al ver que el gigante era bondadoso, regresaron al jardín a jugar y con ellos, la primavera cubrió de nuevo el lugar.
—Desde ahora, pueden venir a jugar siempre —dijo el gigante.
Jugó durante toda la tarde con los niños y cuando estos iban a despedirse les preguntó:
—¿Y el niño pequeño que estaba con ustedes?
—No lo conocemos, seguro regresó antes a casa.
—¿Pueden decirle que regrese mañana?
—No sabemos dónde vive, gigante.
Con el paso de los días los niños continuaron regresando al jardín a jugar, pero nunca volvieron a ver al niño pequeño. El gigante lo echaba mucho de menos, pues había sido el único que lo había abrazado y besado.
Así pasaron muchos años y nuevos niños iban al jardín a jugar después de la escuela. El gigante ya era muy anciano y no podía jugar, solo se sentaba en el jardín y contemplaba a los niños.
—Mi jardín es hermoso, pero más hermoso es ver a los niños jugar—dijo.
Una mañana de invierno el gigante se vestía para iniciar su día. No odiaba al invierno, pues entendía que era el descanso de la primavera y de las flores. Entonces, miró por la ventana y notó que el árbol más lejano de su jardín había florecido con hermosos capullos blancos, sus ramas eran doradas como el oro y colgaban frutos plateados de sus ramas. Justo debajo, estaba el niño pequeño que tanto había apreciado.
El gigante salió al jardín y lo recibió con un abrazo, entonces, lo alejó de su cuerpo y al verlo su rostro enrojeció de furia.
—¿Quién te ha herido? —En las palmas del niño y en sus pies se veían heridas de clavos—. Dime quien fue, tomaré mi espada y lo mataré.
—No —respondió el niño—. Estas son heridas de amor.
—¿Quién eres? —Un extraño temor invadió al gigante y lo obligó a arrodillarse ante el niño.
—Una vez me dejaste jugar en tu jardín. Hoy soy yo quien te dejará entrar a mi jardín, el Paraíso.
Cuando esa tarde regresaron los niños a jugar, encontraron al gigante tendido bajo el árbol, muerto y cubierto de hermosos capullos blancos.
PULGARCITO
Había una vez, hace mucho tiempo, una pareja de leñadores muy pobres que tenían siete hijos varones. El más joven, que era el más inteligente y astuto de todos, había nacido pequeño, tan minúsculo era que no superaba el tamaño de un pulgar, por eso todos lo llamaban Pulgarcito.
Una noche Pulgarcito escuchó hablar a sus padres del gran problema en el que se encontraban, al trabajar como leñadores apenas y ganaban el suficiente dinero para alimentar a los siete niños, el reino se encontraba en guerra y nadie tenía dinero para comprar leña. Esta situación entristeció a Pulgarcito y de inmediato empezó a buscar una solución.
Al día siguiente, llamó a sus hermanos y les contó todo lo que había escuchado. Como él, sus hermanos se preocuparon, pero el joven intervino:
—No os preocupéis, yo tengo la solución.
—¿Y cuál puede ser? —inquirió el mayor con incredulidad.
—Mañana cuando nuestros padres nos lleven a recoger leña, nos esconderemos y cuando dejen de buscarnos y regresen a casa saldremos del escondite y viajaremos por el mundo para buscar oro y riquezas.
—¿Y si nos perdemos en el bosque? —preguntó el más miedoso de los hermanos.
—No te agobies, dejaré un camino de migas de pan para encontrar el camino a casa.
Esta idea convenció a los siete hermanos y todos se prepararon para el viaje. A la mañana siguiente cuando sus padres los llevaron a recoger ramas en el bosque, los niños se escondieron muy bien y solo salieron de sus escondrijos cuando sus padres abandonaron toda búsqueda y regresaron a casa.
Lamentablemente la noche cayó y una fuerte tormenta los llenó de pavor ¡El plan no marchaba nada bien! Desesperados trataron de regresar a casa, pero no encontraron el camino, no podían encontrar las migas de pan, estas habían sido arrastradas por la lluvia y devoradas por los pájaros del bosque.
Pulgarcito subió a un árbol y aguzó la vista tratando de divisar alguna cabaña o chimenea con la cual orientarse. En la distancia pudo divisar una luz y así se lo hizo saber a sus hermanos:
—Veo una cabaña ¡Vamos!
Fue así como los niños caminaron en el bosque por horas hasta que lograron llegar a la cabaña. La tormenta había empapado sus ropas y tenían mucha hambre. Llamaron a la puerta de la casa y una mujer les abrió la puerta:
—Buena mujer, somos siete hermanos que se han perdido en el bosque y no tenemos refugio donde ir ¿Nos deja pasar la noche en su hogar?
Alarmada la mujer les respondió:
—¡Pobres niños! ¿No saben quién vive aquí? Mi esposo es un ogro que devora niños.
—Si nos quedamos en el bosque moriremos de frío. Tal vez si nos escondemos bien estaremos a salvo hasta el amanecer —presionó Pulgarcito.
La mujer los dejó pasar, les sirvió de cenar y los acostó en la cama contigua a la de sus hijas. Las jóvenes ogras ya se encontraban profundamente dormidas.
El ogro llegó a la casa y gritó que olía niños frescos y que tenía hambre. La mujer no pudo mentir a su esposo y le explicó que había dado refugio a unos niños. Por suerte, Pulgarcito había despertado con los gritos del ogro y espiaba a la pareja:
—Pero están agotados, no escaparán, prepáralos mañana. No nos falta comida para esta cena —dijo la mujer.
Pulgarcito regresó a la habitación, despertó a sus hermanos y juntos pensaron en un plan para escapar en la mañana antes que el ogro despertara. Fue entonces cuando notaron que las hijas del ogro llevaban coronas en su cabeza. Pulgarcito tuvo una idea, robó las coronas y las repartió entre sus hermanos.
—Duerman esta noche llevando las coronas en su cabeza, no vaya a ser que el ogro decida prepararnos en la madrugada.
Mientras tanto, el ogro había aceptado la palabra de su esposa, cenó junto a ella y luego decidió dormir en la misma habitación de sus hijas. Sabía que los niños estaban ahí y deseaba vigilarlos.
Pulgarcito tenía razón y en medio de la noche el ogro se levantó para preparar a los niños. Su esposa, aunque era una ogra, tenía el corazón muy blando, él deseaba ahorrarle el disgusto y por supuesto, evitar que los niños escaparan.
En medio de la oscuridad tanteó las cabezas de los niños y encontró las coronas:
—Uy, estas son mis hijas—dijo convencido. Entonces se dirigió a la cama de sus hijas y las llevó en brazos a la cocina.
En ese momento Pulgarcito y sus hermanos aprovecharon de escapar. Corrieron por el bosque como si el alma se les fuera en ello y con la luz del amanecer encontraron el camino a casa.
Pulgarcito sabía que el ogro los perseguiría así que les dijo a sus hermanos que debían esconderse y así lo hicieron.
Mientras tanto, el ogro había notado el engaño y furioso buscó sus botas mágicas de 7 leguas. Ellas le permitían correr 7 lenguas con una sola zancada. Así daría caza a los niños y se encargaría de ellos, pero corrió tanto en tantas direcciones que terminó agotado y decidió descansar cerca del escondite de los niños.
Pulgarcito les dijo a sus hermanos que huyeran y que él se encargaría del ogro. Sus hermanos huyeron en dirección a su hogar y Pulgarcito se encargó de quitarle las botas al ogro. Sabía que eran mágicas, así que se las calzó y estas se encogieron hasta quedarle como un guante. Su ingenio le llevó a correr a casa del ogro, fingiendo desesperación llamó a la puerta y la mujer del ogro le atendió:
—Señora, el ogro me envía, cayó prisionero de unos bandidos y lo matarán si no envía conmigo todo el oro que pueda cargar.
La mujer le entregó a Pulgarcito todo el oro que había en casa. Entonces, aprovechando la magia de las botas, Pulgarcito regresó a casa lleno de riquezas. Fue recibido por su familia con mucho amor, el oro y las botas mágicas les permitieron vivir lejos del bosque y del ogro malvado.
Ya en la ciudad, Pulgarcito decidió trabajar un tiempo al servicio del rey, gracias a su ingenio, su tamaño y las botas de siete leguas pudo fungir como mensajero del ejército. Su oportuno trabajo permitió que el reino ganara la guerra y que los malos tiempos terminaran por fin. Así, todos pudieron vivir prósperos y felices.
EL GATO CON BOTAS
Había una vez un anciano molinero que tenía tres hijos y estaba próximo a morir. Viendo que solo tenía tres posesiones: un asno, un gano y un molino, decidió llamarlos a su lecho para entregárselas antes de dar su último suspiro.
—Hijos, los he llamado porque deseo entregarles mis únicas posesiones antes de morir—dijo con la voz quebrada. Fue así como repartió el molino a su hijo mayor, pues este era el sustento de la familia. Al mediano le dejó el burro para que llevara el grano y la harina y al pequeño, le dejó el gato, cuya única habilidad era cazar ratones. Luego de repartir su herencia, el hombre murió en paz.
El hijo menor estaba muy triste e inconforme con la herencia recibida. No paraba de pensar qué provecho podía sacarle a un viejo gato.
—¿Qué haré contigo? —dijo en voz alta—. Tal vez deba comerte y vender tu piel por algunas monedas.
El viejo gato lo escuchó y viendo que estaba muy desanimado y su vida corría peligro, decidió ayudarlo.
—No se preocupe amo, encuentra para mí un bolso de lona y un par de botas. Juntos recorreremos el mundo y verás que encontraré muchas riquezas para ti.
A pesar de estar sorprendido por tener un gato que hablaba, el joven no creía que un sucio minino pudiera ayudarlo, pero, no tenía nada que perder. Si se quedaba en su casa, moriría de hambre o tendría que depender por completo de sus hermanos. Por eso, buscó lo que el gato le pidió y se marchó con él a recorrer el mundo.
Viajaron a pie por muchos días hasta llegar a un lejano reino. El gato con botas había escuchado rumores de que el rey de aquel país disfrutaba mucho las perdices, pero estas eran aves escurridizas y pocas veces podía disfrutar del manjar. Mientras el joven descansaba bajo la sombra de un gran árbol, el gato abrió la bolsa y esparció algunos granos de trigo en el suelo, creando un camino hacia el saco. Luego, se escondió en la maleza a esperar.
Pasados unos minutos, llegó un grupo de perdices a picotear el trigo. Estaban tan distraídas que una a una siguieron el camino de trigo hasta meterse en la bolsa. Cuando había muchas atrapadas, el gato saltó y cerró la bolsa, se la echó al hombro y se dirigió al palacio del rey.
Cuando estuvo frente al monarca, presentó su regalo y dijo:
—Su majestad, mi amo, el Marqués de Carabás le envía este presente como muestra de su amistad—ese había sido el título y el nombre que había decidido otorgarle a su joven amo.
—Decidle que estoy complacido por su obsequio—respondió el rey.
Y así pasaron los días, el gato con botas cazó dos tiernos conejos y volvió a la corte, se los entregó al rey en nombre del Marqués de Carabás y este respondió:
—Tu amo es un gran cazador, dile que es bienvenido en mi corte—dijo el rey, quien no podía evitar dejarse llevar por su gula al ver la jugosa carne de los conejos.
Y así, el gato con botas continuó llevando regalos al rey alegando que los enviaba su amo, pero todos los animales eran cazados por él. Un día, cuando regresaba del palacio, escuchó que el rey daría un paseo con su hija por la ribera del río. Astuto como era, trazó un plan para beneficiar a su amo. Al día siguiente, llevó al muchacho al río y le dijo que tomara un baño.
—Si me obedeces, no solo te haré rico, sino rey de una nación. Quítate la ropa y métete al río.
El joven obedeció a su gato. Pasados unos minutos, pasó la caravana real. El gato salió a su encuentro gritando a viva voz:
—¡Ayuda! Mi amo el Marqués de Carabás se ahoga. Unos bandidos robaron sus ropas y joyas y lo arrojaron al río.
El joven, que había escuchado las mentiras del gato, empezó a fingir que se ahogaba. Pronto, la guardia real lo ayudó a salir de las aguas y el rey ordenó que lo vistieran con finas ropas, pues se trataba del Marqués que tantos regalos le había enviado.
—Acompáñanos en nuestro paseo—invitó el rey.
El gato, muy astuto, se adelantó a la caravana y se dirigió a los sembradíos de un malvado ogro de la zona. Ahí, los campesinos trabajaban de sol a sol, temerosos de su ira. El gato, se acercó a los hombres y les dijo:
—Cuando el rey pase por aquí deben decir que estas tierras son del Marqués de Carabás. Si lo hacen, promete que los liberará de la tiranía del temible ogro.
Cuando el rey pasó por la zona y quedó maravillado por las tierras, preguntó a los campesinos quién era el dueño, estos respondieron al unísono:
—Son del Marqués de Carabás.
El rey miró complacido al muchacho y notó que compartía miradas tiernas con su hija. Si era tan rico, podía considerarlo como un futuro yerno. Era el pretendiente ideal para su hija.
Mientras, el gato se adelantó hasta el castillo del ogro. Sabía que era un ser peligroso, pero le gustaban las alabanzas y adulaciones. Fue así que se presentó ante él y se desvivió en halagos y respetos. Cuando notó que el ogro estaba muy complacido, dijo:
—Vine hasta aquí para ver con mis ojos que eres capaz de convertirte en poderosos animales, me han dicho que tu poder es incomparable, pero de dónde vengo no creen las historias.
—¿No? Me transformaré ante ti y llevarás la historia a tu gente—respondió el ogro. En un santiamén se convirtió en un gigantesco elefante, luego, se convirtió en un feroz león.
—Sorprendente—exclamó el gato y el ogro sonrió complacido—. Es evidente tu poder, pero mis amigos se impresionarían más si les digo que puedes transformarte también en animales pequeños, encoger tu cuerpo requiere mucho poder. Seguro eso es pan comido para un ogro tan poderoso.
Cegado por su orgullo y buscando impresionar al gato, el ogro se transformó en un insignificante ratón. Entonces, el gato con botas saltó sobre él y de un bocado lo devoró. Así, reclamó el castillo y las tierras para su amo: El Marqués de Carabás.
Cuando la caravana real pasó frente al castillo, el rey quedó maravillado por su imponencia y riqueza, preguntó a los sirvientes a quién pertenecía y estos respondieron: Al Marqués de Carabás.
El gato salió al encuentro de la caravana e invitó al rey a pasar al castillo. Ahí, el rey ofreció al muchacho la mano de su hija y este aceptó. Así, cuando el rey murió, gobernó aquel reino y nombró a su gran amigo el gato con botas como primer ministro y consejero.
EL JOROBADO DE NOTRE DAME
Hace mucho tiempo, en uno de los lugares más hermosos de París, se alzaba la catedral de Notre Dame, una construcción gigantesca que ocultaba muchos misterios y una preciosa historia en la cual la leyenda y la realidad se mezclan hasta que es imposible separar una de la otra.
En el interior de la catedral se escondía una persona muy extraña, su cuerpo era tan deforme que podías confundirlo con un monstruo. Se llamaba Quasimodo y vivía oculto del mundo porque su amo, el terrible obispo Frollo, le prohibía salir al exterior.
—Nadie puede aceptar a una persona como tú, Quasimodo—dijo una vez—. Mejor cuida de las gárgolas de la catedral y ocúltate bien.
Frollo había criado a Quasimodo desde que era un bebé. Nadie quería a un niño deforme y el obispo tuvo que hacerse cargo de él.
Un día, cansado de su encierro y siendo atraído por la música y las risas del exterior, Quasimodo decidió escapar de su encierro en la torre del campanario. Ese día se celebraba el Festival de los Bufones, una fiesta importante para la ciudad. En plena fiesta, Quasimodo conoció a Esmeralda, una hermosa mujer gitana, y a Febo, el capitán de los soldados de la ciudad. Ambos quedaron enamorados de la belleza de la muchacha.
Lamentablemente, Febo se encontró con la primera injusticia. Los soldados surgieron de entre la multitud y apresaron a Esmeralda. Estaban dispuestos a ejecutarla cuando él intervino, indicó su rango y los soldados lo condujeron al Palacio de Justicia, donde conoció a Frollo y recibió sus órdenes:
—Debes atrapar a todos los gitanos que encuentres—dijo el malvado hombre—. Llevo 20 años luchando contra ellos y no dejan de multiplicarse—se lamentó—. Pero no es momento de pensar en eso, disfruta de la fiesta—invitó.
Mientras tanto, Quasimodo y Febo se dedicaron a observar bailar a Esmeralda, sus preciosos pasos llenos de brío y seducción tampoco pasaron desapercibidos para Frollo, quien sintió una terrible atracción hacia la mujer, misma que se convirtió en profundo odio al ver que era gitana.
Tras el baile, se coronaría a la persona más fea de la ciudad. Esmeralda invita a subir a Quasimodo al escenario, pues ella creía que él solo vestía un disfraz para la fiesta. Al tratar de retirar la “horrible máscara” descubre que solo es un hombre deforme. Por suerte, Clopin, jefe de los gitanos, corona rápidamente a Quasimodo como «El rey de los bufones» para salvarlo del ridículo. La gente empezó a ovacionar al jorobado y Quasimodo se sintió muy feliz.
Mientras tanto, Frollo observaba enojado la escena ¡Quasimodo lo había desobedecido! Instó a los soldados a arrojarle frutas y verduras y pronto la coronación se convirtió en una desgracia para Quasimodo.
—¡Ayúdame! —rogó Quasimodo a Frollo.
—Este es tu justo castigo por desobedecerme—dijo el obispo.
Entonces, hastiada de ver tanto odio, Esmeralda acudió en ayuda de Quasimodo. Lo liberó de su castigo y aprovechó el momento para reprocharle la persecución que encabezaba contra los gitanos. Incluso lo llamó bufón.
Frollo ordenó que la persiguieran, pero Esmeralda logró escapar utilizando polvos mágicos, humillando así al ejército y al obispo.
—Quiero que la atrapen—gritó enfurecido—. Es una bruja y debe morir.
Quasimodo regresó humillado a su campanario. Se disculpó con Frollo, pues para él, era la única persona que no lo había tratado con tanta crueldad como el pueblo.
Esmeralda, disfrazada de anciano y junto a su cabra mascota Djali, había logrado esconderse en Notre Dame. Allí, reconoció a Quasimodo y entabló una hermosa amistad con él. El jorobado la invitó a quedarse, pero ella argumentó que eso iba en contra de la libertad con la cual le gustaba vivir.
—Ven conmigo a La Corte de los Milagros—lo invitó ella—. Es nuestro refugio.
—No puedo desobedecer de nuevo a Frollo—dijo el jorobado muy triste.
—Entonces toma este amuleto, te ayudará a encontrar refugio si algún día lo necesitas.
Y luego de entregarle un precioso amuleto, Esmeralda desapareció a través de los tejados. Los guardias de Frollo la vieron y comunicaron esto a su líder. Furioso, Frollo ordenó una redada en toda la ciudad. Empezó a capturar gitanos inocentes y a quemar hogares, provocando un gran incendio en todo París.
Febo, quien se había negado a participar en tal injusticia, fue atacado y perseguido como un traidor, herido encuentra a Esmeralda en el río y es salvado por ella.
Mientras tanto Quasimodo tallaba en madera una figura de Esmeralda, estaba enamorado de ella, pues su corazón había confundido la amistad con amor. Justo en ese instante, Esmeralda ingresó al campanario llevando consigo a Febo. Entre ambos lo curaron y Quasimodo sintió su corazón romperse al ver que entre Febo y Esmeralda existía amor y que él no era amado, solo era su amigo.
En ese momento, la cabra Djali entró gritando y balando a todo dar, Frollo se acercaba al lugar. Esmeralda escapó y Febo se escondió bajo la mesa de Quasimodo. Lamentablemente, no escondieron la figura de madera y Frollo furioso la destruyó.
—Mira cómo se quema la ciudad por tu culpa—bramó Frollo a Quasimodo—. Todo por caer bajo el maleficio de esa mala mujer. Encontraré su escondite y destruiré hasta el último gitano—amenazó.
Cuando Frollo se marchó, Febo salió de su escondite y le pidió ayuda a Quasimodo para ir a advertirle a los gitanos del peligro. Pero el jorobado se negó, no quería causar más problemas.
Febo marchó por su cuenta y entonces, las gárgolas amigas de Quasimodo, llamadas Hugo, Víctor y Laverne, lo convencieron de hacer lo correcto, no debía dejarse llevar por el miedo y el desamor y tenía que actuar como un buen amigo y ayudar a Esmeralda.
Es así como Quasimodo alcanzó a Febo y con ayuda del amuleto encontraron La Corte de los Milagros. Allí, advirtieron a los gitanos del peligro que se acercaba, pero Frollo ya estaba muy cerca, con ayuda de los soldados apresó a todos los gitanos, incluyendo a Esmeralda, Febo y Quasimodo.
—Morirán en la hoguera y tu Quasimodo, serás apresado en el campanario—dijo con ira—. Excepto tú, Esmeralda, cásate conmigo y te salvaré—invitó el obispo con aparente dulzura.
—No me casaré con un bufón cruel y egoísta—sentenció Esmeralda con valor.
—¡Entonces morirás!
Justo cuando todos iban a morir en las llamas, Quasimodo logró escapar de las cadenas que lo ataban al campanario. Liberó a todos los gitanos y se inició una batalla campal entre los gitanos y los soldados de Frollo.
Quasimodo huyó con Esmeralda hacia la catedral y Frollo fue tras ellos, iniciando así una batalla en el borde mismo del campanario. Esmeralda se desmayó a causa del humo mientras Quasimodo y Frollo luchaban entre los pilares. Por suerte, uno de los pilares en los que se apoyaba el cruel obispo se desmoronó, arrojándolo al vacío. Quasimodo cayó junto a él, pero fue salvado por Febo, quien lo esperaba unos pisos más abajo.
Fue así como Quasimodo aceptó el amor que se profesaban sus dos amigos y decidió acompañarlos fuera de la catedral, quería encerrarse para siempre, pues sabía que no sería aceptado por su fealdad. Entonces, una niña se acercó a él y le entregó tímidamente una flor, detrás de ella se encontraba todo el pueblo gitano y los parisinos, quienes lo vitorearon como el héroe que los liberó de la crueldad de Frollo y sus soldados.
LOS ARISTOGATOS
Había una vez en París una señora de edad avanzada llamada Madame Adelaida Bonfamille, que vivía en una gran mansión con su mayordomo Edgar, una gata adulta de hermoso pelaje blanco llamada Duquesa y sus tres gatitos. Estos animalitos llevaban una vida de lujo, pues la anciana tenía mucho dinero y le gustaba consentirlos.
Su mayordomo Edgar también era muy querido, al no tener hijos ni familia, él era la única compañía humana con la que podría contar.
Un día la anciana decidió llamar a su abogado para escribir su testamento. Deseaba dejar todo en orden pues nunca se sabía que podía llegar a pasarle a una edad tan avanzada.
Edgar, espió la conversación de la dama con el abogado y escuchó algo que lo dejó helado:
—Le dejaré todo a mis gatitos, la mansión y mi fortuna—dijo la anciana—. Ellos han sido los únicos que han estado a mi lado y merecen todas las comodidades y cuidados que puedan recibir. Cuando ellos mueran, Edgar heredará toda la fortuna
El mayordomo entró en cólera, los gatos ya vivían una vida de excelsos lujos y él había sido el compañero fiel de la señora ¡Se suponía que le heredaría su fortuna! Además, cuando esos gatos murieran, él ya sería un anciano decrepito.
Iracundo, Edgar decidió hacer algo terrible, aprovechó que la señora fue a dormir y que su deber era alimentar a los gatitos para poner en marcha su plan.
Como todas las noches, calentó la crema de los mininos y disolvió en la misma unas cuantas pastillas para dormir. Los gatitos esperaban hambrientos su cena y cuando Edgar sirvió la leche en los platitos, los cuatro empezaron a comer sin sospechar nada ¿Cómo podrían? Edgar siempre los había cuidado.
Y así, Duquesa cayó dormida y le siguieron sus hijos: Toulouse, Marie y Berlioz. Edgar aprovechó el momento para encerrarlos en una cesta y llevarlos en moto hasta un río cercano, donde los abandonaría a su suerte.
Por suerte, en el camino se encontró con dos sabuesos que disfrutaban de perseguir motocicletas. Edgar se asustó tanto que tuvo un accidente, chocó la moto contra un árbol y la cesta rodó hasta quedar debajo de un puente, la corriente se encargó de arrastrar la canasta muy lejos, fuera de la ciudad.
Al amanecer, los gatitos y su madre despertaron y se encontraron en un lugar muy remoto. Estaban muy asustados, nunca se habían alejado de los terrenos de la mansión.
Estaban muy asustados y a punto de perder la calma cuando un gato callejero pasaba por el lugar, se llamaba Thomas O’Malley, era muy atractivo y fuerte. Duquesa se sintió irremediablemente enamorada y sus gatitos quedaron deslumbrados por su sabiduría y habilidades.
O’Malley se enamoró de Duquesa y decidió ayudarla a regresar a casa de Madame Bonfamille, pues el camino era peligroso y podrían perderse o resultar heridos.
Luego de una larga travesía en la cual conocieron a dos amables ocas y O’Malley le presentó a sus amigos, los gatos Swing y su gran habilidad para tocar y bailar, llegaron a la mansión. Duquesa se había enamorado por completo de O’Malley y los gatitos lo querían como a un padre, pero él no podía quedarse, su vida estaba en las calles y quizás Madame no querría a un gato mestizo como él en su mansión.
Entristecidos, los gatitos llamaron a la puerta, pero fue el malvado Edgar quien les abrió, furioso porque habían logrado sobrevivir, los encerró en una caja de madera y la llevó a la entrada trasera del corral, donde el correo pasaría y se la llevaría al Tombuctú. Edgar esperaba que los gatitos no regresaran jamás de tierras tan lejanas.
Por suerte un ratón amigo de los gatitos observó todo, fue corriendo con O’Malley y arriesgó su vida ante los gatos callejeros con tal de pedir ayuda.
Los gatos al escuchar que Duquesa y sus dulces cachorros estaban en peligro se dirigieron a la mansión y juntos derrotaron a Edgar y lo encerraron en la caja donde planeaba enviar a los gatitos.
Madame Bonfamille escuchó el alboroto y se dirigió al corral, donde encontró a los gatos Swing, a O’Malley, a Duquesa y sus gatitos juntos. Decidió adoptar a O’Malley y fundar un refugio para los gatos callejeros de todo Paris, después de todo, era el mejor uso que podía darle a su dinero y ya no estaba Edgar para heredar toda la fortuna que necesitaría para vivir en paz cuidando de sus gatos.
Cuentos Cortos Infantiles para Niños
PINOCHO
Había una vez un humilde y viejo carpintero que se llamaba Gepetto. Era un hombre solitario que, al no tener familia, decidió construir un títere de madera para no sentirse tan solo.
Trabajó durante toda la noche, tallando, clavando y pintando la madera hasta darle la forma de un niño. Luego, lo vistió con ropa pequeña y como toque final, añadió un sombrero.
—¡Que hermoso títere! Lo llamaré Pinocho—dijo lleno de alegría.
Los días pasaron y por las noches Gepetto no podía evitar contemplar a Pinocho y desear que tuviera vida, que pudiera moverse y hablar como los niños.
Su deseo fue escuchado por el Hada de los Imposibles, quien bajó del cielo lleno de estrellas para cumplir su deseo. Y mientras el carpintero dormía, se dedicó a cumplir el deseo de aquel hombre.
—Tu corazón es noble, Gepetto, nunca has deseado el mal y por eso, te concederé lo que deseas y llenaré de vida a Pinocho—aseguró el hada y con una floritura de su varita, Pinocho cobró vida.
—Debes ser un buen niño, respetar y obedecer a tu padre en todo—dijo el hada—. Y para ayudarte, crearé una consciencia para ti—con un toque de su varita, un grillo que pasaba por ahí se convirtió en la consciencia del niño.
—Soy Pepe y te ayudaré a ser un niño bueno—aseguró, muy orgulloso, pues era un gran honor que un grillo como él hubiera sido elegido por el Hada de los Imposibles para un trabajo tan especial.
– ¡Papá! –dijo el pequeño mientras saltaba sobre la cama de Gepetto.
Gepetto despertó sobresaltado ¡Su títere se encontraba sobre su cama! ¡Y tenía vida!
—¿Quién eres? —preguntó con cautela.
—Soy yo, Pinocho, tu hijo—dijo el niño.
Al reconocerlo, Gepetto no pudo contener su alegría. Tomó al títere en sus brazos y se puso a bailar con él.
—Tengo un hijo, un querido hijo—exclamaba lleno de felicidad.
Pero Pinocho, como todos los niños, debía de ir a la escuela, tenía que estudiar y hacer buenos amigos. Así que Gepetto vendió su viejo abrigo y un par de obras de carpintería para comprarle a Pinocho una cartera con libros y muchos lápices de colores.
Tristemente, el primer día de colegio, Pinocho ignoró el consejo de Pepe Grillo, prefería jugar y divertirse antes que sentarse en un aburrido salón de clases. Caminó por la ciudad y encontró un teatro de títeres. Como pedían un par de monedas para entrar, vendió sus libros y lápices.
Pinocho entró al teatro por fin y pudo disfrutar de la función, pero Strómboli, el titiritero, quedó maravillado al ver un títere que se movía por su cuenta. Engañó a Pinocho asegurándole que si trabajaba con él pronto reuniría unas monedas para comprar el abrigo de su padre y nuevos lápices y libros. Pinocho aceptó pese a los ruegos de Pepe Grillo.
Al llegar la noche Strómboli no quería dejar ir a Pinocho, así que lo encerró en una jaula. El pobre Pinocho lloró durante toda la noche, ni siquiera Pepe Grillo podía abrir la jaula. Sus llantos fueron escuchados por el Hada de los Imposibles, quien se apareció frente al niño y le preguntó que hacía ahí.
Pinocho empezó contando que iba a la escuela, pero luego cambió la historia, empezó a hablar de horrendos monstruos que lo habían secuestrado. A cada mentira su nariz crecía hasta que el peso no lo dejó mantener la cabeza en alto. Dándose cuenta que sus mentiras eran la razón de ese crecimiento, Pinocho se disculpó con el Hada y con Pepe Grillo, también prometió no decir más mentiras.
El Hada liberó a Pinocho y él regresó a su casa, pero en el camino se encontró con Honesto Juan y Gedeón, un zorro y un gato bribones que engañaron a Pinocho.
—La Isla del Placer es el mejor lugar para los niños—aseguraron al pequeño—. Diversión y dulces sin parar y puedes ir ahora.
Así, llevaron a Pinocho con el Cochero. Él no sabía que el cruel hombre solo quería secuestrar niños y pagaba a Honesto Juan y Gedeón por cada niño que le llevaban.
Pinocho llegó junto a otros niños a la isla. Era todo lo que le prometieron y más. Estaba llena de dulces, muchos juegos y niños para divertirse. Tanto se divirtió Pinocho que no notó algo muy raro en los burros que vivían en la isla ¡Ni siquiera notó que a él le estaban creciendo orejas de burro y una cola!
Pepe Grillo se lo hizo notar y le demostró que el malvado Cochero atraía niños a la isla para convertirlos en burros para su coche. Pinocho logró escapar a tiempo, encontró un bote y llegó de nuevo a la ciudad, esta vez, muy decidido a regresar a casa y ser un buen niño.
Lamentablemente, encontró su casa sola y vacía. Llena de telarañas. Había estado fuera tanto tiempo que el pobre Gepetto había partido a buscarlo y se había perdido en el mar. Un mensaje del Hada le confirmó que su padre había sido tragado por la ballena Monstruo y que podían rescatarlo.
Pinocho entonces se dirigió al mar y ató una roca a su cola de burro para no flotar. Preguntó a todos los peces donde se encontraba Monstruo, pero huían despavoridos al escuchar su nombre.
Monstruo descansaba muy cerca de ahí, hambrienta abrió su boca y succionó una gran cantidad de agua y peces ¡Incluido Pinocho! El títere logró llegar al estómago de Monstruo y se reencontró con su padre, quien se encontraba en un viejo y destruido barco. Luego de estar abrazados mucho tiempo y que Pinocho contara la verdad sobre sus travesuras, decidieron hacer fuego para que Monstruo estornudara.
La gran ballena estornudó y liberó el barco donde Pinocho y Gepetto habían encontrado refugio. Tal fue el impulso que llegaron a tierra firme en un santiamén.
Aprendida la lección, Pinocho se convirtió en un niño muy obediente. Siempre asistía a la escuela y obedecía a Gepetto. Viendo esto, el Hada de los Imposibles apareció una noche y con un toque de su varita convirtió a Pinocho en un niño de verdad.
EL LOBO Y EL CORDERO DE ESOPO
Había una vez un lobo que tenía mucha hambre y para distraerse decidió bajar al río. Tal vez con unos tragos de agua podría calmar su hambre, pues hacía días que no cazaba una presa decente, cada día los animales eran más astutos y le era muy difícil acercarse o convencer a alguna que se acercara a él, todos sabían que era un animal malvado que les haría daño.
—Tengo muchísima hambre —murmuró mientras se acercaba al río a beber—. Ojalá me topara con un ciervo grande y jugoso.
Pero en el río no encontró ningún ciervo, solo un pequeño cordero que, aguas abajo, calmaba su sed con tranquilidad. El lobo sonrió ¡Era su día de suerte! Lamentablemente, no podía moverse sin asustar al cordero y que este echara a correr con ventaja. Así que decidió ser astuto. Lo acusaría de los peores errores así, el corderito debería acercarse a él para pedir perdón. Entonces, cuando el cordero estuviera frente a él, nadie podría salvarle la vida pues en ese momento lo devoraría con gusto.
Con ese plan en mente, el lobo aclaró su garganta y llamó la atención del cordero:
—¡Oye! ¡Horrible cordero! Al beber así estás enturbiando mi agua —gritó—. Bebes muy cerca del río, con tus patas contaminas el agua de quienes estamos aquí buscando un trago para saciar la sed.
—¿Qué dices? Solo toco el agua con mis labios y mis patas están en la orilla —explicó el cordero sin dejarse dominar—. Además, no puedo ensuciar el agua que estás bebiendo, tú estás río arriba y la corriente viene en mi dirección.
—¡Ja! Solo son excusas para no venir a pedir perdón. Además de contaminar el agua eres un cordero orgulloso.
—Eres tú quien busca pretextos para que me acerque a ti, pero eso jamás va a pasar.
Muy molesto, el lobo tuvo que inventar otra excusa:
—¡Horrible cordero! ¡A mis oídos han llegado las cosas horribles que dijiste de mis padres el año pasado! —exclamó—. Mis ancianos padres no merecían esas calumnias, eres un desconsiderado y merezco escuchar tus disculpas.
—¡A otro con ese cuento! Yo sé cómo son las cosas —respondió el cordero—. Hace un año yo no había nacido y me contaron que tus padres fueron injuriados porque se lo merecían. Su mala reputación se debe a sus propias acciones.
El lobo tuvo que aceptar que el cordero tenía razón y sin más argumentos o ideas para reclamarle se dio media vuelta y se marchó por donde había venido.
—Te has salvado esta vez, corderillo, sabes justificarte —advirtió—. Pero no cantes victoria. Un día, cuando no tengas la ventaja de la distancia, te atraparé y devoraré ¡No escaparás!
LA BELLA Y LA BESTIA
Érase una vez un apuesto y rico príncipe francés que vivía en un castillo rodeado de todo lo que pudiera necesitar. A pesar de esto, el príncipe, era un hombre egoísta, cruel y malcriado, con un corazón tan duro como una piedra.
Una helada noche de invierno y mientras celebraba una fiesta, una anciana mendiga tocó a las puertas del castillo. Pedía refugio para pasar la noche y estaba dispuesta a pagarlo con una hermosa rosa. El príncipe, por supuesto, se burló del regalo y la echó del castillo.
—No os dejéis llevar por las apariencias. La verdadera belleza se encuentra en el interior—advirtió la anciana.
El príncipe se negó de nuevo e insistió en echarla, momento en el cual, la mendiga se transformó en una poderosa hechicera.
Poco valieron las disculpas del príncipe, pues ya había demostrado que en su corazón no existía el amor. Fue hechizado y sentenciado a vivir como una bestia, mientras que todos sus sirvientes fueron convertidos en objetos domésticos.
La hechicera le entregó la rosa, advirtiéndole que si no aprendía a amar y no conseguía una mujer que lo amase de vuelta antes que la rosa perdiera su último pétalo, el hechizo no se rompería y estaría condenado a ser una bestia para siempre. También le entregó un espejo mágico para que pudiera ver el mundo exterior.
Con el paso de los años, el príncipe perdió las esperanzas ¡Nadie podía amar a una bestia! Y observaba con desesperación como la rosa empezaba a morir.
En un pueblo cercano al castillo vivía una joven llamada Bella, era amable, muy inteligente y amaba los libros, por lo que era juzgada como una chica muy soñadora y extraña. Pese a esto, tenía un pretendiente, el grosero y presuntuoso cazador Gastón LeGume. Ella siempre lo rechazaba, pues lo consideraba un terrible patán.
Bella vivía en una linda cabaña junto a su padre Maurice, un inventor considerado loco por los aldeanos. Un día, Maurice debió partir a una feria de ciencias para mostrar su nuevo invento. Marchó con su caballo Philipe y decidió tomar un atajo por el bosque.
En la espesura del bosque se encontró con una terrible manada de lobos. Philipe lo derribó y huyó hacia el pueblo. Por suerte, Maurice logró escapar escondiéndose en un castillo tenebroso.
Decidido a pasar la noche en el castillo, se vio sorprendido por un candelabro, un reloj de mese, una tetera y una taza de té parlantes ¡El reposapiés era un perro! A pesar de tantas sorpresas, Maurice permaneció en el castillo.
—Debemos ocultarlo del amo—susurró Din Don, el reloj de mesa, con mucho nerviosismo. Pero sus advertencias cayeron en oídos sordos, sus compañeros estaban encantados con la visita y le prepararon un banquete.
Tal fue el alboroto que el candelabro Lumière organizó, que la Bestia descubrió al intruso. Furioso lo arrojó a un calabozo oscuro y muy frío.
En la aldea Gastón no cesaba en sus intentos por conquistar a Bella, pero ella estaba muy preocupada por su padre. Philipe había regresado sin él, lo que solo podía significar que algo muy grave le había ocurrido.
Como Bella era muy valiente y amaba mucho a su padre, montó en Philipe y se marchó a buscarlo al bosque, donde encontró el castillo de la Bestia y se decidió a explorarlo. Tal vez, se dijo, su padre estaría ahí.
Tras mucho investigar, Bella encontró a Maurice en un calabozo. Él le suplicó que huyera, ya que la Bestia podía atraparla.
—No le temo a la gran Bestia, padre, te sacaré de aquí—aseguró llena de convicción.
—¡Entonces ambos os quedareis aquí! —rugió una terrible voz. La Bestia los había descubierto.
—Por favor, deja ir a mi padre, es un anciano y está enfermo—rogó la joven.
Sorprendido por el valor y la belleza de la joven, la Bestia aceptó el pacto, pues veía en ella la oportunidad de romper el hechizo. Liberó a Maurice y lo envió en un carruaje encantado hasta el pueblo, donde fue tomado por loco cuando aseguró que una Bestia enorme había secuestrado a Bella.
—Puedes ir donde quieras, pero jamás debes entrar al ala oeste del castillo—rugió la Bestia mientras sacaba a Bella del calabozo para llevarla a una linda habitación.
Pasado un tiempo, la Bestia decidió invitarla a cenar, pero fue rechazada, ya que Bella lo consideraba un ser muy violento y repugnante. Enfurecida, la Bestia encerró a Bella, ordenando que no consumiera alimento alguno hasta que cenara con él. Tarde esa noche, Bella abandonó la habitación, los sirvientes le prepararon una formidable cena y le enseñaron el castillo.
Debido a su curiosidad, Bella, logró escabullirse hasta el ala oeste, donde se encontraba la habitación de la Bestia y la rosa roja. Curiosa, trató de tocarla, pero fue sorprendida por una colérica Bestia. Asustada, Bella huyó del castillo y se internó en el bosque, donde fue atacada por una manada de feroces lobos.
Cuando ya todo parecía perdido, la Bestia apareció de entre los árboles y empezó a luchar con los lobos para ahuyentarlos y así salvar a Bella. La Bestia ganó el combate, pero quedó tan malherido que se desmayó en la nieve.
Conmovida, Bella decidió llevarlo de regreso al castillo, donde curó sus heridas.
Luego de tal incidente, la relación entre ambos cambió, empezaron a compartir tiempo juntos, cenaban, jugaban en la nieve y leían fantásticas historias. Como un gesto hacia Bella, la Bestia la llevó a la gran biblioteca del castillo, pues quería verla feliz. La Bestia se había enamorado y quería que Bella lo amara también.
Con ese objetivo, organizó un baile. Vestidos con sus mejores galas, danzaron juntos, pero antes que la Bestia pudiera confesar sus sentimientos, Bella reveló que extrañaba a su padre. La Bestia decidió compartir con ella el espejo mágico. Lo que Bella vio ahí rompió su corazón. Su padre estaba a punto de morir congelado en el bosque, pues marchó solo a buscarla.
—Puedes marcharte—dijo la Bestia, no soportaba ver a Bella tan triste—. Lleva el espejo contigo, así al menos podrás recordarme.
Bella marchó en busca de su padre y la Bestia y sus sirvientes se sintieron derrotados, pues habían dejado marchar la única oportunidad de romper el hechizo y a la rosa le quedaban pocos pétalos para marchitar.
Bella y Maurice regresaron al pueblo, donde Gastón había convencido a todos de que Maurice estaba loco y debía ser llevado a un hospital.
—Pero puedo salvarlo—aseguró Gastón—. Si te casas conmigo, Bella.
—¡Jamás me casaré con un hombre tan repugnante como tú! —aseguró Bella—. Mi padre no está loco, la Bestia existe—desesperada enseñó el espejo mágico, donde podía verse a la Bestia llorar de pena.
Los pobladores se aterraron y Gastón sintió celos de la Bestia, pues pudo notar que Bella la amaba y no a él. Encerró a Bella y a Maurice y reunió a la multitud para marchar al castillo y matar a la Bestia.
Bella logró escapar y marchar al castillo, donde las cosas iban de mal en peor. La Bestia, herida de amor, no quería luchar y solo deseaba morir. Gastón estaba a punto de matarla cuando Bella llegó al lugar.
Solo al verla, la Bestia recuperó sus fuerzas y venció a Gastón, dejándolo medio muerto en el tejado con la orden de huir y nunca regresar.
Bella y Bestia se reunieron, felices de estar de nuevo juntos, pero Gastón no soportó tal escena, sacó un puñal de su bota y apuñaló a la Bestia. Los rugidos de la Bestia desequilibraron a Gastón, provocando que cayera del tejado hacia su perdición.
—Al menos, pude verte una última vez—confesó la Bestia moribunda.
—No me dejes, te amo—sollozó Bella justo en el momento que caía el último pétalo de la rosa.
Con esto, el hechizo se rompió. La Bestia se convirtió en el apuesto príncipe que era en el pasado, el castillo recuperó su resplandor y los sirvientes volvieron a ser humanos.
Bella y la Bestia se casaron y vivieron felices para siempre.
EL MAGO DE OZ
Había una vez en una aburrida y sencilla granja de Kansas, una niña llamada Dorothy. Vivía allí con sus tíos, el tío Henry y la tía Em. Tenía un lindo perro llamado Totó, que era muy cariñoso y juguetón.
En aquellas aburridas tierras nada ocurría, nada excepto temibles tornados. Cuando tío Henry advertía que uno estaba por acercarse, todos corrían a refugiarse en el sótano de la pequeña granja.
Un día, tío Henry observó grises nubes de tormenta y vientos cruzados que advertían de un tornado. Le dijo a la tía Em que se resguardara junto a Dorothy en el sótano, mientras él aseguraba a los animales.
Pero Dorothy no llegó a tiempo al sótano, Totó no se dejaba atrapar y corría por toda la casa. El gran tornado llegó y con un fuerte estrépito, levantó la casa y se la llevó lejos, muy lejos, hasta una tierra fantástica poblada de seres extraños.
Estos seres, no más altos que Dorothy y con curiosos sobreros decorados con un cascabel la miraban sorprendidos. Una anciana se separó de la multitud y con paso lento se acercó a Dorothy e hizo una profunda reverencia.
—Noble hechicera, os doy la bienvenida a la tierra de los Munchkins. Os estamos agradecidos por haber aplastado a la Maligna Bruja del Oriente y liberado a nuestro pueblo de la esclavitud.
Dorothy entró en pánico, pues su granja había caído sobre una gran y malvada bruja, de la cual solo quedaban unas zapatillas de plata.
—¡Solo quiero volver a casa! —rogó Dorothy desesperada. Le habían contado que la malvada bruja tenía una hermana aún más poderosa y temible: La Maligna Bruja de Occidente y que no podría salir de esta misteriosa tierra, pues nadie había escuchado hablar de Kansas.
—Deberás consultar con el Mago de Oz—aconsejó la anciana.
—¿Dónde lo encuentro?
—Solo debes seguir el camino cubierto de baldosas amarillas, es el que va hacia Ciudad Esmeralda—indicó la anciana—. Lleva contigo las zapatillas de plata de la bruja, pueden ser muy útiles. Y déjame darte un beso—añadió—. Soy la Bruja Buena del Norte y nadie se atreverá a lastimarte si llevas mi beso en tu frente—así, la bruja besó la frente de Dorothy, dejando una brillante marca azul sobre ella.
Y fue así como Dorothy inició el camino para encontrar al Mago de Oz junto a su querido perrito Totó. Caminó y caminó hasta toparse con un espantapájaros que lloraba porque quería tener un cerebro, pero no podía moverse porque un palo de madera lo ataba a un campo de maíz. Conmovida, la niña lo liberó.
—Venid conmigo, tal vez el Mago de Oz tenga uno—invitó.
Continuaron su viaje hasta toparse con un hombre de hojalata. Estaba tan oxidado que se había quedado paralizado mientras cortaba la leña. Dorothy y el espantapájaros aceitaron sus articulaciones y descubrieron que se encontraba muy triste porque deseaba tener un corazón.
—Acompañadme a ver al Mago de Oz. Quizás él pueda ayudaros.
Continuaron su camino y encontraron un feroz león, el cual atacó al espantapájaros, al hombre de hojalata y luego trató de comerse al pobre Totó, pero Dorothy siendo muy valiente, lo golpeó en el hocico con fuerza.
—Debería darte vergüenza, un animal tan grande como tu atacando a un perrito pequeño, un hombre de hojalata y un espantapájaros relleno de paja.
—¡Es que soy un cobarde! —lloró el león—. Le temo a todos y es por eso que doy zarpazos y lanzo rugidos a quienes pasan cerca de mí. Quiero ser valiente, porque se supone que el Rey de los animales debe de serlo.
—Acompañadnos a ver al Mago de Oz, tal vez él pueda llenaros de valor—invitó Dorothy conmovida por la tristeza del león.
Caminaron durante muchos días, viviendo muchísimas aventuras y por fin, llegaron a la Ciudad Esmeralda, donde un guardián los detuvo y tras escuchar sus peticiones, los dejó pasar a ver al Mago, quien escuchó los deseos de sus visitantes con especial interés.
—Os ayudaré si derrotan a la Maligna Bruja de Occidente, pues quien desea algo, primero debe pagarlo—sentenció son severidad.
Dorothy rompió a llorar, pero no tenía otra alternativa. Junto a sus amigos partió en busca de la bruja.
En su camino, encontraron un hermoso campo de amapolas y el aroma de estas flores los durmió profundamente. Una horda de monos que servía a la bruja los encontró y riendo encantados, los atraparon y llevaron con la malvada hechicera.
La bruja convirtió a Dorothy en su sirvienta, pues no podía hacerle daño debido al beso de la Bruja Buena del Norte. El mal nunca sería más poderoso que el bien y sabía que la niña no sabía utilizar el poder de las zapatillas de plata.
La malvada bruja deseaba las zapatillas de la niña, pero no podía robárselas, pues Dorothy solo se las quitaba para bañarse y dormir. La bruja, temía al agua y a la oscuridad y por eso nunca se acercaba a Dorothy en esos momentos.
Un día, ideó un maligno plan para robar las zapatillas. Conjuró una enorme barra de hierro invisible en el centro de la cocina y esperó a que Dorothy tropezara con ella.
La niña, concentrada en sus labores, tropezó con la barra y en la caída perdió una zapatilla. La malvada bruja la robó y calzó frente a Dorothy, riendo porque ya tenía la mitad de sus poderes.
—¡Devuélveme mi zapatilla, Bruja! —furiosa, la niña arrojó un caldero lleno de agua sobre la bruja, quien dio un alarido y empezó a derretirse.
—El agua sería mi final—lloró la bruja malvada—. Ahora me derretiré y dejaré de existir.
Así, los malvados hechizos de la bruja que azotaban el país del mago de Oz terminaron. El hombre de hojalata, el león y el espantapájaros vieron sus deseos cumplidos, pero la pobre Dorothy y su perro Totó no habían podido regresar a Kansas.
Gracias a la curiosidad de Totó, Dorothy descubrió que el mago solo deseaba retirarse a descansar en un lugar donde nadie pudiera molestarlo. La niña decidió seguirlo en este viaje y pronto, se encontraron volando en un gran globo.
Lamentablemente, durante el viaje, Totó cayó del globo. Dorothy entró en desesperación y saltó tras él, pues era lo único que le quedaba de su hogar. Logró atraparlo y en su mente escuchó la voz de la anciana que le decía:
—Piensa en lo bien que te sientes al estar en tu hogar.
Dorothy cerró los ojos y pensó con todas sus fuerzas: “No hay lugar más feliz que el hogar”
Al abrir los ojos se sorprendió de encontrarse otra vez en Kansas, estaba sobre su cama, con Totó durmiendo a sus pies. Todo había sido un sueño muy bonito.
LA SIRENITA ARIEL
Érase una vez, hace mucho tiempo, un reino submarino majestuoso que se extendía más allá de lo que podía alcanzar la vista. En él habitaban todas las criaturas marinas, desde seres conocidos por el hombre, hasta aquellos que solo vivían en viejas leyendas. El rey de estas tierras era el sabio rey Tritón, cuyo orgullo eran sus cinco bellas hijas sirenas.
Ariel era la menor de todas, superaba a sus hermanas con su belleza y voz, pero también era la más atrevida y curiosa de todas. Su gran sueño era ir hacia la superficie del mar para admirar el cielo y conocer a los humanos.
Tritón conocía los deseos de su hija y le preocupaban mucho, por esa razón, decidió permitirle ver el cielo cuando cumpliera los 15 años, pero no tendría permiso para acercarse a los humanos, eran criaturas muy crueles que solo harían daño a su hija.
Ariel vivía contando los días para su cumpleaños. Cuando este llegó, pidió permiso a su padre y se dirigió hacia la superficie. Maravillada, descubrió que el cielo era tan hermoso como todos lo habían descrito.
Mientras admiraba el cielo, Ariel notó que una extraña estructura se acercaba a ella. Era un barco, una construcción que no había visto nunca. Con temor, se escondió detrás de una roca cercana, tenía miedo, pero quería ver a los humanos.
De esa forma, descubrió que el capitán del barco se llamaba Eric, un joven príncipe muy apuesto que robó el corazón de Ariel. Esa noche, los humanos estaban de fiesta y celebraban al capitán con verdadera alegría.
Lamentablemente, una tormenta se desató. Las gigantescas olas lanzaron a la tripulación al mar, incluyendo a Eric. Ariel no podía quedarse de brazos cruzados, debía ayudar, así que se acercó a Eric y justo cuando él estaba por ahogarse, le salvó la vida.
La sirenita lo ayudó a llegar a la orilla y se detuvo a observarlo con gran interés mientras cantaba una canción. Tanto fue su ensimismamiento que Eric despertó y alcanzaron a compartir miradas. Fue amor a primera vista.
Ariel saltó de nuevo al mar y desapareció sin dar tiempo a Eric a detallarla bien y conocerla mejor.
Pasaron los días y ambos continuaban enamorados. Ariel vivía ensimismada, escapando siempre que podía a su refugio, un lugar muy especial donde escondía todos los enseres y herramientas humanas que habían pertenecido al barco hundido.
Era tan raro su comportamiento, que el rey Tritón la siguió y descubrió el secreto de Ariel. Decidido a protegerla de los humanos destruyó los tesoros de Ariel.
Esto entristeció mucho a la sirenita, no podía entender porque le era negado el amor ni porque su padre odiaba tanto a los humanos.
Sintiéndose sola e incomprendida, decidió acudir con la malvada bruja del mar, Úrsula. Quería obtener, mediante su magia, un par de piernas para poder convertirse en humana.
—Todo tiene un precio, querida—dijo la Bruja mientras escribía un contrato mágico—. Puedo daros piernas, pero a cambio debes darme tu voz.
En su desesperación, la sirenita firmó el contrato.
—Debéis besar a Eric en tres días, si no lo lográis, volveréis a ser una sirena y quedaréis sin voz para siempre—advirtió la bruja con una risa malvada.
Ariel subió a la superficie y se encontró al joven Eric, quien al notar el parecido con la chica que lo había enamorado, decidió acercarse a ella. Solo un detalle lo hacía dudar, él recordaba una dulce voz, pero la hermosa chica no podía hablar.
Durante los tres días se presentaron varios momentos en los cuales pudieron haberse besado, pero la malvada Úrsula enviaba a sus dos anguilas secuaces a interrumpirlos. Su malvado plan era robar la voz de la sirenita, engañar al príncipe y así casarse con él.
Para desesperación de Ariel, los tres días concluyeron, volvió a convertirse en sirenita y la bruja malvada la arrastró al fondo del mar.
—Y ahora me perteneces, seréis mi esclava—dijo señalando las letras pequeñas del contrato mágico.
Tritón escuchó esto y salió en defensa de su hija, pero poco podía hacer ante la magia del contrato.
—Tendrá su libertad si me ofrecéis la tuya—canturreó Úrsula.
Tritón accedió y entregó su tridente a Úrsula. La malvada bruja convirtió al gran rey del mar en una minúscula y débil criatura marina.
Úrsula, ni corta ni perezosa, adoptó la figura de una muchacha hermosa con la voz de Ariel y adoptó por nombre: Vanessa. Quería casarse con el príncipe Eric a toda costa.
El príncipe fue engañado, pues ahora que escuchaba la voz de la mujer que lo había salvado, no tenía dudas y quería casarse con ella cuanto antes, aunque su aspecto no coincidía con lo que él había visto en la playa.
La boda ser organizó a bordo de un gran y majestuoso barco, por suerte, los animales y criaturas marinas que habían presenciado la desgracia de Ariel se dispusieron a evitarlo. Robaron la caracola donde Úrsula mantenía la voz de Ariel, revelando ante el príncipe que era una horrenda bruja con cuerpo de calamar.
Furiosa, Úrsula creó una gran tormenta con la magia del tridente de Tritón. El príncipe Eric se dispuso entonces a acabar con la terrible hechicera.
Luego de una gran batalla, Eric logró matar a la bruja. Ariel recuperó su voz y le demostró al príncipe que ella era la mujer de la cual se había enamorado, pero lamentablemente, era una sirena.
Esto a Eric no le importó, besó a Ariel y debido a la magia del amor verdadero, la cola de sirena de Ariel se convirtió en un par de lindas piernas humanas.
La boda se celebró entonces, con invitados del mar y de la tierra. Eric y Ariel vivieron felices para siempre, protegiendo la armonía entre el reino del mar y el de los hombres.
PETER PAN
Hace mucho tiempo, vivía en las afueras de Londres la familia Darling. Estaba formada por el señor y la señora Darling, sus tres hijos: Wendy, Michael y John, además de Nana, un gran perro niñera.
Vivían muy felices y tranquilos. De los tres hermanos, Wendy era la mayor y su fascinación por Peter Pan la llevaba a contarle sus aventuras a sus hermanos más pequeños, quienes también veneraban a este gran personaje.
Una noche, la señora Darling se había quedado en casa a cuidar de sus hijos, todos estaban dormidos cuando una sombra misteriosa entró a través de la ventana. La señora Darling lanzó un grito y Nana vino al rescate. Cerró la ventana y atrapó la sombra en un cajón.
Los días pasaron y los señores Darling tuvieron que salir, dejaron los niños al cuidado de nana. Cuando ya era la hora de dormir y Wendy había entretenido a Michael y John con algún cuento de Peter Pan todos vieron una misteriosa lucecita entrar a la habitación. La persiguieron para descubrir de qué se trataba y maravillados descubrieron que se trataba de Campanita, el hada que acompañaba a Peter Pan.
La pequeña hada había ido a buscar la sombra de Peter, como no la había encontrado, el mismo Peter había entrado a la casa. Encontró su sombra en el cajón y trataba de pegarla a su cuerpo. Como no podía, se sentó en el suelo a llorar.
—¿Quién está llorando? —preguntó Wendy al escuchar los sollozos.
—Yo—respondió Peter.
La niña encontró al niño junto al cajón, con una barra de jabón trataba de pegar su sombra.
— ¿Cómo te llamas? — preguntó Wendy, muy segura de estar tratando con su héroe favorito.
— Peter Pan.
Enternecida por ver a su héroe en apuros, Wendy se dispuso a ayudarlo. Decidió que la mejor manera de mantener la sombra de Peter en su lugar era coserla. Así lo hizo y Peter se sintió tan agradecido que los invitó a viajar con él y su hada Campanita al País de Nunca Jamás, un lugar donde vivían los niños perdidos y no crecían nunca.
—Llegaremos volando, Campanita les dará polvo mágico, con eso, fe y esperanza lograrán volar.
Así lo hicieron y pronto todos se encontraban volando hacia el País de Nunca Jamás. En el camino se cruzaron con la sombra de un barco.
—Ese es el barco del malvado Capitán Garfio, deben tener cuidado con él y su tripulación, son piratas. Su único temor es el sonido “tic tac” pues un cocodrilo devoró su mano y el reloj que sostenía en ella.
Campanita estaba muy celosa por la atención que le prestaba Peter a Wendy, así que se adelantó hasta el escondite y les dijo a los niños que le dispararan una flecha a quien volaba junto a Peter. Así lo hicieron los niños y aunque no hirieron a Wendy, la hicieron caer. Peter Pan se enojó mucho y regañó a los niños perdidos, luego les dijo que Wendy sería su nueva madre.
—Estos son Tootles, Slightly, Nibs, Curly y los gemelos—los presentó Peter a Wendy.
Wendy cuidó de los niños, incluyendo a sus hermanos y a Peter Pan. Incluso los ayudó a salvar a la princesa Trigidia del malvado Capitán Garfio. Por esta razón, los indios pieles rojas estuvieron muy agradecidos con los niños y prometieron ayudarlos si el capitán Garfio atacaba de nuevo.
Una noche, Wendy contó un hermoso cuento a los niños, sobre como las madres cuidaban de los niños y eran un regalo del cielo. Todos sintieron nostalgia por las madres que habían dejado atrás, Peter se enfadó y discutió con Wendy, pero era demasiado tarde, los niños deseaban regresar a casa.
—Nos iremos esta misma noche — contestó Wendy tajante. Peter Pan se encerró en su habitación, a fingir que no le importaba quedarse solo.
Lamentablemente, Campanita continuaba muy celosa de Wendy, por lo que fue con el capitán Garfio y le explicó donde quedaba la guarida de Peter con la condición de que se llevara a Wendy lejos de ahí.
Así, Garfio logró emboscar a los niños en el bosque, sus piratas se llevaron a Wendy, Michael y John al barco, el temible Jolly Roger. Garfio se quedó y esperó a que el triste Peter se durmiera para agregar unas gotas de veneno al vaso de agua que el niño siempre tenía junto a su cama.
Campanita al ver esto esperó que Garfio se fuera para tirar el vaso al suelo. Unas gotas la salpicaron y con eso bastó para envenenarla. Solo podía salvarla la fe de los niños en las hadas y la fantasía, por suerte, todos los niños creen hadas y cuentos de magia, por lo que Campanita logró salvarse.
Lamentablemente, Wendy y sus hermanos eran prisioneros del Capitán Garfio y como se negaban a convertirse en piratas, serían arrojados al mar con las manos atadas.
Por suerte, Peter Pan llegó justo a tiempo. Retó al malvado capitán a una pelea:
— ¡Capitán Garfio aquí estoy! ¡Ven y pelea conmigo! ¡Cobarde!
Y así inició la pelea, larga y muy intensa, pues Garfio era un pirata muy tramposo. La pelea se detuvo cuando todos pudieron escuchar un “tic-tac” muy curioso que venía del mar. El capitán palideció y tanto fue su miedo que se arrojó al mar para huir del cocodrilo que lo había perseguido desde que se había comido su mano.
El resto de los piratas huyeron con su capitán, arrojándose al mar.
Luego de esta aventura, Michael, John y Wendy estaban decididos a regresar a su hogar, extrañaban a sus padres. Aunque Peter y los Niños Perdidos les pidieron una y otra vez que se quedaran en el País de Nunca Jamás para que siguieran siendo niños para siempre, Wendy y sus hermanos estaban decididos.
Peter los acompañó en el viaje de regreso y antes de dejarlos en casa les dijo que nunca abandonaran al niño que llevaban en su interior.
Preguntas y Respuestas sobre los Cuentos
¿Cuál es la importancia de los cuentos cortos infantiles?
Permiten a los niños desarrollar su creatividad mientras disfrutan de la lectura. En niños que no saben leer, les motivará a aprender. A los que sí saben leer les ayudará a desarrollar la comprensión lectora.
¿Por qué debemos compartir cuentos infantiles con nuestros hijos?
Es un momento especial que permitirá fortalecer los lazos de amor entre padres e hijos. Además, permite establecer una rutina, algo fundamental para los niños.
¿Son seguros para los niños los cuentos clásicos infantiles?
Claro que sí. Sin embargo, si como padre temes que tus hijos lleguen a contenido no apto para su edad, te recomendamos que antes leas las historias y que no les permitas utilizar internet sin tu supervisión.
¿Qué beneficios tienen los cuentos largos para niños?
Permiten que los niños desarrollen amor por la lectura, pensamiento crítico, creatividad y por supuesto, comprensión lectora. También les enseñará importantes valores y consejos para la vida diaria.
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Apasionado por la escritura, antes de estar en Frases.Top he ejercido como psicólogo y logopeda especialista en terapia de lenguaje de niños. Si quieres saber más sobre mí, te invito ver mi perfil de Linkedin. También puedes ver mi libro de Frases para Triunfar en la Vida disponible en Amazon.
